Arata Isozaki: el genio japonés de la arquitectura
Rodrigo Toledo. Fotografía: Hisao Suzuki / Cortesía Premio Pritzker / mayo 3 - 2019
Hace ya un tiempo, cuando cursaba el primer año en la universidad, mi interés por la arquitectura japonesa me condujo a una exploración obsesiva de sus autores más influyentes.
Había algo inquietante en ella, difícil de nombrar…, algo misterioso en sus espacios y atmósferas. La obra de Tadao Andõ, Fumihiko Maki, Toyoo Itõ, Kazuo Shinohara, Kazuyo Sejima y Shigeru Ban parecía alinearse con la arquitectura moderna que ha predominado desde mediados del siglo XX hasta hoy. Aquel paradigma gestado en Europa, que profesa un hábitat construido desde los valores industriales de un mundo heredado de las posguerras: eficiencia, economía y producción en masa.
Las construcciones de estos japoneses poseen cualidades que trascienden una postura meramente utilitaria: patios con estanques de agua que reflejan el cielo, estructuras livianas hechas con listones delgados de madera que soportan techos curvos translúcidos, aberturas que introducen luz natural como líneas pintadas sobre grandes muros de hormigón gris.
Todos estos espacios, dotados de un sosiego ajeno a nuestra cultura tropical –colorida y mestiza–, parecían concebidos desde una poética del silencio. Uno de los grandes padrinos de estas generaciones de arquitectos es, sin duda, Arata Isozaki, quien este año se le otorgó el Premio Pritzker de Arquitectura por sus casi seis décadas de trabajo.
A temprana edad su vida fue marcada por la ocupación norteamericana de Japón después de la segunda Guerra Mundial. Según el arquitecto, la mezcla de su cultura tradicional local y la exposición a una mirada occidental sobre el mundo ejerció en él una influencia ambivalente. Esto es visible en su obra, construida a escala global y que recoge una gran variedad de estilos.
Luego de trabajar con Kenzõ Tange, Isozaki funda su despacho a principios de la década de 1960. Desde entonces ha tenido una producción prolífica, con un cuerpo de proyectos difícil de encasillar en una sola manera de hacerse. Revisar su legado es disfrutar un recorrido por muchas de las vanguardias y movimientos arquitectónicos de los últimos sesenta años. Desde propuestas urbanas utópicas como City in the Air (Ciudad en el Aire), donde su militancia dentro del movimiento metabolista es clara, hasta sus obras más actuales, como el Centro de Convenciones de Catar, cuya fachada principal se define a partir de una estructura ramificada, a la manera de las arquitecturas hechas con algoritmos y fabricación digital, pasando también por trabajos con influencia posmoderna, como el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles.
La labor de Isozaki pone en evidencia un interés por entender cada proyecto como una respuesta específica a un contexto determinado; como una serie de recursos y maneras de intervenir que buscan alejarse de la definición de una identidad propia del arquitecto en favor de una arquitectura que se adapta a las condiciones particulares que aborda en cada caso. Una antología de piezas diversas, una colección de espacialidades, un repertorio plural de posibles mundos. Según Martha Thorne, directora ejecutiva del Premio Pritzker, esta es precisamente una de las razones detrás del homenaje: una larga carrera que no sigue tendencias, sino que evoluciona.
Pareciera no existir una narrativa coherente en la producción de este arquitecto, que la diversidad de formas y estilos de sus proyectos reflejara una trayectoria salpicada de momentos inconexos. Pero la realidad es que el hilo conductor de su obra no está presente en lo que podemos tocar sino en lo intangible. El filósofo español José Luis Pardo, en su célebre libro Las formas de la exterioridad, propone que el espacio no es un vacío. Habla de un “espacio subjetivo”, que está siempre lleno del significado que le atribuimos a nuestro entorno, poblado por nuestros afectos y sentimientos.
Isozaki trabaja con la idea del ma, un término japonés que alude a la pausa, al intervalo, a lo que existe entre las cosas. Para él, lo importante en la arquitectura no son los objetos –muros, pisos, techos o ventanas–, sino el espacio afectivo que aparece entre ellos. La búsqueda constante de su oficio está ahí y es esto lo que hay que perseguir cuando se estudia su trayectoria y su legado a otros arquitectos japoneses. De la misma manera en la que el silencio entre las notas musicales es necesario para componer una melodía, la arquitectura construye cascarones para habitar los recovecos que se cuelan entre ellos. El problema de la arquitectura, de la buena arquitectura, es la esfera de lo sensible.
Aquellos edificios que encontré en libros y revistas cuando empezaba mis estudios me enseñaron todo esto. La arquitectura japonesa es, en sí misma y al igual que muchas otras de calidad, un panorama de espacios cargados de sensibilidad, que no solucionan solo problemas cotidianos, sino que buscan tener un espíritu. Este espíritu es el material constante con el que trabaja Arata Isozaki. Las múltiples formas de su arquitectura son un vehículo para encontrarlo.
excelente trabajo- gracias