En Colombia es posible edificar un futuro más sostenible
ALBERTO ESCOVAR, DIRECTOR DE PATRIMONIO DEL MINISTERIO DE CULTURA / diciembre 14 - 2020

En 1890, Nicolás Ortiz imaginó cómo sería Bogotá un siglo después:
«La grande avenida que constituye la calle del Comercio está perfectamente embaldosada; sus edificios de seis pisos con sus correspondientes almacenes de ropa, quincallería, licores, joyas, estatuas y pinturas presentan el aspecto de una ciudad riquísima; por sus espaciosas aceras transita numeroso concurso, sin estorbarse, porque la una está destinada para la ida y la otra para el regreso; los coches y carros van por el centro con la necesaria lentitud para no causar daño a los transeúntes; todos los idiomas se oyen hablar allí. Esta calle es una Babel”.1 Ortiz no pudo dejar de transitar en su visión en un carruaje tirado por caballos, en medio de rascacielos de seis pisos en una ciudad cuyos habitantes apelaban al correo, al telégrafo y al teléfono para comunicarse.

Imaginar el futuro desligándose del presente es una tarea difícil y las posibilidades de equivocarse son grandes; a pesar de ello, siempre resulta sugestivo hacerlo. Ortiz no se equivocó al asumir que Bogotá seguiría creciendo, pero con certeza ni él ni nadie podría imaginar que esa ciudad en el siglo XX multiplicaría su población por 67, al pasar de 100.000 a 6.700.000 habitantes; sin embargo, era evidente que crecería como lo hicieron todas las ciudades de Colombia en el mismo periodo.

Uno de los principales afectados en este proceso fue el patrimonio arquitectónico, que perdió significativos inmuebles en ese desaforado deseo de arrasar grandes partes de la ciudad existente para erradicar lo viejo y reemplazarlo con geométricas estructuras verticales, de las que se borró la historia de sus fachadas. El cemento, el concreto, el ladrillo o el vidrio con los que se construyó esa imagen nueva de futuro reemplazaron materiales como la tierra, la madera o la guadua, que se habían usado en este territorio desde antes de la llegada de los españoles, pero que ahora representaban el pasado. De este frenesí tampoco se salvó ningún rincón de nuestro territorio rural.
Se volvió normal usar cemento y ladrillo o concreto y vidrio en zonas de nuestro país donde estos no se producen, y que en muchos casos construir con ellos implica depender de equipos de aire acondicionado o ventiladores para hacerlos habitables en regiones donde el fluido eléctrico es esquivo. Sin mencionar los costos que implica transportar esos materiales a zonas rurales que no están comunicadas por una carretera y a las que aún se llega en canoa o bongo como en el siglo XV. Este manejo irracional de nuestros recursos y esfuerzos nos ha pasado factura, y si bien algunos aún no están convencidos del daño ecológico que le hemos hecho al planeta, la pandemia de COVID-19 que nos ha dejado aislados en nuestras casas por meses nos obliga a pensar en que debemos cambiar muchas cosas en este siglo XXI que apenas comienza.
Creo, en primer lugar, que el teletrabajo que nos vimos obligados a asumir para seguir siendo productivos desde nuestras casas nos ha enseñado sobre la escasa necesidad de ir a la oficina todos los días. Esta ha sido una de las principales razones para que vivamos en las ciudades. Por lo anterior, sería posible pensar que muchas personas cuyo trabajo presencial no es obligatorio todos los días, se planteen la posibilidad de volver al campo. Algo impensable hace unos meses. Asimismo, y por razones ambientales, esos materiales constructivos que veíamos pasados de moda y obsoletos como la tierra, la madera o la guadua van a tener una segunda oportunidad para edificar con ellos un futuro más sostenible.
En este sentido se debe mencionar la nueva Vivienda de Interés Cultural
que quedó incluida en la Ley de Vivienda recientemente aprobada en el Congreso.

Es una vivienda que en el mundo rural reconoce en su diseño el clima y los
estilos de vida, así como las técnicas constructivas tradicionales para emplear de nuevo la tierra, la madera o la guadua, al igual que la mano de obra local. Por su parte, en las ciudades permite reciclar estructuras existentes y adaptarlas a usos residenciales con el propósito de evitar demolerlas, como lo hacíamos en el siglo pasado. Al final resulta paradójico que ese pasado construido que tratamos con tanto desdén, pueda darnos pistas sobre cómo enfrentar la COVID-19, pero sobre todo, a la peor pandemia de todas, que ha sido la arrogancia con la que tratamos nuestro planeta y los recursos que de manera descontrolada empleamos de él. ✱