Refugio, la firma de arquitectura bogotana que asume el confort como un propósito creativo
Daniel Zamora / diciembre 20 - 2021

“Definitivamente, algo no está funcionando”, se dijo el entonces estudiante de Negocios y Relaciones Internacionales,
Julián Molina, al reconocer su sufrimiento con las clases de cálculo avanzado. Estaba en Canadá y se sentía insatisfecho. “Volví a Colombia y una tía me pidió imaginar qué me haría feliz en veinte años, cuando despertara. La respuesta fue sencilla: diseñar. Ser creativo es algo que haría con mucho gusto”, recuerda.
Estudió arquitectura en la Universidad de los Andes y las expectativas laborales con las que se graduó rápidamente recibieron una dosis de realidad, pues la empresa que le dio su primer trabajo se desintegró a los seis meses. Contaba con un portafolio académico y poca experiencia, pero como le sucedería más de una vez, encontraría desafíos inesperados que lo harían aprender en tiempo récord. Participó en la reforma del estadio El Campín, que se preparaba para la Copa Mundial de Fútbol Sub-20. “Pasé a estar sentado con un comité de cincuenta personas de la alcaldía, del Instituto de Desarrollo Urbano, constructores, interventoría. Eso me dio bases para enfrentar situaciones complejas más adelante”, reconoce.



Después de pasar por oficinas como las del arquitecto Guillermo Arias y Rodrigo Samper, en 2017 tomó la decisión de abrir Refugio, su firma. “Un refugio en montaña, playa, nieve o agua tiene características distintas, pero siempre busca ser un espacio de seguridad y tranquilidad para afrontar las bondades o dificultades de un día”, añade el arquitecto, que se inspiró en el Refugio de Antares, la finca de sus abuelos, para nombrar su despacho. Su más grande y reciente reto fue el diseño del restaurante Leo, de Leonor Espinosa, la mejor chef de Colombia, quien quería mudarse del centro de Bogotá. La idea empezó en 2017 y cuando su construcción estaba a dos meses de su culminación, empezó
la pandemia y el proyecto fue pausado. A mediados de 2020 lo retomaron y la obra terminó el pasado julio.

“Hay un mundo antes y después de pasar por la puerta de Leo. La entrada es una muralla de ladrillo; cada puerta pesa 800 kilos, es como mover un pequeño auto sobre una bisagra”, narra Molina. El restaurante, ubicado en la Zona G, tiene dos espacios independientes –el del comedor y el bar de Laura, la hija de Leonor. Uno de los detalles que más resalta el arquitecto es el techo inclinado del comedor. “Visto desde adentro remata en un jardín que parece flotar sobre un vidrio suspendido en la mitad del espacio, le da respiro a través de la vegetación. Tiene yarumos, siete cueros y pino romerón, árboles muy nuestros que acompañan el proceso de la comida y aparte son un pequeño regalo a los vecinos, que en la mitad de un mar de tejas de fibrocemento y zinc, tienen un oasis verde que ojalá estén disfrutando en este momento”. ■

