Una casa en Barichara que está hecha con las manos, maderas y rocas de la región
TEXTO: RODRIGO TOLEDO, ARQUITECTO Y PROFESOR ASISTENTE DE LA UNIVERSIDAD PONTIFICIA BOLIVARIANA / diciembre 28 - 2020

Barichara se ha convertido en un lugar que recibe a las personas que buscan dejar la vida urbana atrás. Su clima primaveral y su paisaje ofrecen un entorno tranquilo, donde la velocidad y la congestión no tienen cabida. Por otro lado, este municipio del departamento de Santander conserva una tradición arquitectónica soportada en técnicas constructivas vernáculas que producen una estética característica.

Las obras locales se levantan con tapia y piedra, sus muros imperfectos revelan las manos de quienes los empañetan y sus techos a dos aguas resguardan a las personas bajo su sombra. Los colores de la tierra son los de la arquitectura.

LA SIMPLEZA DE LA ARQUITECTURA DE LA CASA PONE EN EVIDENCIA LOS MATERIALES UTILIZADOS EN SU CONSTRUCCIÓN, COMO LA MADERA CUCHARO, EL CONCRETO PULIDO Y LA TAPIA.
Esta casa fue diseñada por el arquitecto Juan Carlos Torres en colaboración con el arquitecto Leandro Johanne Sánchez. El encargo precisaba una residencia que evocara la construcción de grandes espacios que existía en el lote antes de ser vendida y demolida. La condición quebrada de la topografía y la posibilidad de tener una vista panorámica de 180 grados fueron los detonantes que dieron lugar a las estrategias de implantación.


los aleros del techo protegen el espacio del resplandor de la tarde.
La vivienda se fragmenta en volúmenes separados, lo que permite la integración de los jardines y la apertura al paisaje. Una serie de escaleras, que persigue el relieve del suelo y conecta cada ambiente, obliga a los habitantes a un recorrido que entra y sale de cada estancia.
Su expresión está determinada por los materiales utilizados. Las estructuras a la vista, armadas con troncos de cucharo, una madera dura inmune a los insectos, se combinan con las paredes de tapia y tabique, los zócalos de piedra Barichara y los pisos de ladrillo y concreto pulido. Muchos de los elementos de soporte, así como las puertas, fueron rescatados en demoliciones y reutilizados aquí.
El proyecto es una amalgama de lo que está disponible. No existen líneas rectas. La vegetación cercana filtra la luz del sol y arroja un sinfín de sombras en movimiento sobre los suelos y los muros.

La zona social está construida como un caney tradicional, con sus fachadas abiertas y pocos muros. A su vez, la habitación principal se ubica en una obra existente que modificaron para recibir dos alcobas más. Finalmente, un estudio con un altillo que alberga un último cuarto aparece en un borde del solar.


Los ambientes para el descanso disfrutan de una temperatura estable gracias a los muros de tierra apisonada. Aquí las ventanas se abren para enmarcar el follaje de los árboles. Entre el caney y los dormitorios se hizo una pequeña piscina que hace las veces de lugar de encuentro. La dotación de los muebles estuvo a cargo de Taller Chocoa, una empresa local que promueve objetos hechos a mano, en cabeza de Soledad Torres. La disposición de estos en el espacio y los materiales con los que están hechos refuerzan la condición vernácula de la casa.

Los diferentes volúmenes que componen la casa se diseminan en el terreno para obligar a quienes la habitan a vivir entre el interior y el exterior.
Este proyecto surge del lugar donde se emplaza. En él reciclan los vestigios de otras construcciones para darle una nueva vida. Su arquitectura es armada con lo que está a la mano. Su autor, que reconoce el valor de la cultura material local y de sus maneras constructivas, recoge del entorno lo que le sirve y sabe escuchar lo que quieren las piedras, las plantas y la tierra. ■