La arquitectura de una casa en Bogotá que se funde con la tierra
Rodrigo Toledo, arquitecto y profesor asistente de la Universidad Pontificia Bolivariana / agosto 18 - 2025

Los discursos sobre la identidad en arquitectura suelen recorrer un terreno pantanoso y peligroso. Entender que una región del mundo tiene un tipo particular de construcción es útil para estudiar las maneras en las que el contexto, la historia, la disponibilidad técnica y la cultura pueden dar forma al habitar humano.

Sin embargo, si se da una mirada superficial al asunto, se corre el riesgo de simplificar la complejidad de estas relaciones entre espacio construido y entorno geográfico y social, en una serie de estilos, formas o materiales recurrentes para crear una imagen reducida, y casi siempre caricaturesca, de aquello que hace local a una arquitectura.

Esta simplificación es la que nos hace creer que una cabaña con un techo a dos aguas de pendiente muy pronunciada pueda ser un chalet suizo, así esté construida a orillas del río Amazonas, o que la sala de un apartamento en Bogotá pueda ser “japandi” —mezcla de las palabras Japan y Scandi—, sin importar que ni la familia que la habita ni el lugar que ocupa tienen que ver con Japón o Escandinavia.

Pensar que la arquitectura colombiana está hecha predominantemente de ladrillo a la vista no es un error, pero afirmar que lo que la hace colombiana es solamente el uso de ese material es, efectivamente, una simplificación poco útil.

A principios de la década de los noventa, falleció el arquitecto colombiano Herbert Baresch. Tenía 36 años, pero dejó una serie de obras que recogen de manera profunda los atributos y valores de lo que podríamos llamar una arquitectura moderna colombiana.

Además del uso intensivo del ladrillo, Baresch propone en sus casas una espacialidad que resulta de horadar las montañas de los Andes; secuencias de niveles; circulaciones que deambulan y recorren la pendiente del terreno, atravesando el interior hasta llegar a patios semiexcavados; techos habitables y geometrías quebradas, las cuales se rompen para invitar a la vegetación al espacio doméstico.

Una casa en ladrillo que honra el paisaje
En esta casa, construida en 1986 en La Floresta (Bogotá), se congregan esas características. Su volumetría se dispone en el paisaje para descubrir momentos exteriores con formas que hacen eco de las arquitecturas autóctonas, como las de Palenque, en México.

Sus techos, concebidos como bóvedas trapezoidales, producen una espacialidad diversa que comprime y dilata el espacio al recorrerlo. La zona social goza de una altura de ocho metros que, al contrastar con su área mesurada en planta, confiere al lugar un sentido de verticalidad propio de los templos e iglesias.

Su ocupante actual, el arquitecto y artista plástico Christian Abusaid, escogió esta casa para vivir con su familia, y al hacerlo descubrió la importancia de la obra y el legado de Baresch. Para Abusaid no es solamente su vivienda, sino también su taller, puesto que una segunda construcción, concebida inicialmente como residencia para huéspedes, se convirtió en su espacio de trabajo y creación.

El sistema de circulaciones de la casa varía entre corredores, escaleras e incluso un puente que genera el acceso en el segundo nivel de la propiedad y cruza el aire de la sala en diagonal, comportándose como un abrebocas del interior.

Atravesada entre una escalera y uno de los baños del primer piso, aparece una roca que se encontró en el lugar y se dejó como un vestigio del estado original del lote. El ladrillo de las fachadas se mantiene expuesto en el interior en un diálogo con la madera de los pisos y muebles fijos.

Afuera, la casa se funde sutilmente con la tierra gracias a un basamento que se clava en la pendiente y que se escalona en el patio trasero para conformar una tribuna ajardinada. El proyecto y la geografía son una sola cosa.

Esta obra de Herbert Baresch se pensó desde la montaña, con espacios que producen una vida doméstica que asciende y desciende por la pendiente, ahora convertida en morada. Su geometría se integra con el paisaje y crea un interior que se mueve con el habitante.

Si la identidad real de la arquitectura trasciende la simple aplicación de lo aparente o fácilmente repetible, este es un ejemplo de lo que hace que la arquitectura colombiana sea colombiana. No distingue entre estar adentro y afuera ni arrasa con el lugar; por el contrario, se adapta a él, y al hacerlo, propone una vida entre la sensibilidad moderna y las tradiciones del campo y la montaña.

Cinco puntos para destacar de esta obra
1. Esta casa forma parte del conjunto de obras diseñadas por el arquitecto Herbert Baresch, que falleció tempranamente pero tuvo una prolífica carrera.
2. El uso de bóvedas trapezoidales hace que la espacialidad de la casa conjugue la cubierta plana con los techos en pendiente.
3. La relación con la pendiente del lote hace que la vivienda tenga espacios exteriores planos y escalonados.
4. El uso intensivo del ladrillo no solamente aparece en las fachadas, sino en el interior.
5. Su arquitectura sigue la tradición moderna, pero se mezcla también con formas de arquitecturas autóctonas latinoamericanas.