Un hotel en Antioquia en el que la apertura y la intimidad conviven sin contradicción
Camilo Garavito / julio 30 - 2025

Ubicado en el área rural de Santa Fe de Antioquia, entre vegetación densa y un clima cálido y ardiente, el Hotel Arde la Selva se posa sobre la montaña con una arquitectura que se embebe en el paisaje. El proyecto, diseñado por el equipo de Visible Design, encabezado por la arquitecta Isabella Yibirín Uribe, se emplaza en un lote bordeado por el río Cauca, donde los árboles existentes no solo dieron forma al trazado general, sino que constituyen la esencia misma de la propuesta.

Arde la Selva es una experiencia tropical pensada para la contemplación, la desconexión y el encuentro con el entorno natural. El proyecto surgió de la unión entre amigos, uno de los cuales aportó el lote original.

A partir de allí se consolidó una visión en la que se mezclaron hospitalidad, paisaje y memoria rural. El nombre —aludiendo al calor, al sol y a una idea de un trópico menos denso y más luminoso— anticipa una experiencia en la que la arquitectura se diluye entre sombras vegetales, superficies porosas y siluetas claras.

El complejo consta de veintiuna habitaciones, distribuidas en varios módulos independientes. De estas, doce son villas sencillas —cada una con cama king y terraza privada— y cinco son dobles, pensadas para grupos pequeños.

Además, se restauró la casa principal de la finca original, conservando su vocación doméstica, pero integrándola al programa hotelero con cuatro recámaras adicionales. En ella se albergan también las zonas comunes, convirtiéndose así en el corazón del proyecto.
Detalles de la arquitectura del hotel
La arquitectura propone una convivencia entre intimidad y apertura: cada unidad tiene su propio solárium, ubicado en su cubierta, que se convierte en un elemento fundamental en el lenguaje del proyecto. “Tanto desde los soláriums como desde las habitaciones, lo que se ve no es un paisaje lejano, sino los árboles que tenemos enfrente y encima”, explica Yibirín.

La vista cercana a la vegetación redefine la idea de “escenario natural” y genera una relación no solo horizontal sino también vertical, que hace del follaje inmediato el telón de fondo permanente de la estancia.

En el corazón del conjunto se localizan las dos piscinas: la primera, de geometría rectilínea, es la original de la finca; la segunda, más orgánica, se diseñó como un cuerpo de agua que dialoga con la vegetación circundante. Esta última incorpora macetas y elementos naturales, reforzando la sensación de estar nadando dentro de un claro selvático.

El diseño del proyecto parte de la idea de no competir con el paisaje, sino moldearse a partir de él. La arquitectura busca ser una presencia discreta, casi silenciosa, que potencia lo existente sin eclipsarlo. Los árboles originales de la finca no solo se conservaron, sino que determinaron la ubicación y geometría de los módulos. “Los elementos que diseñamos son muy escultóricos, pero no para destacarlos, sino para complementar los árboles existentes”, puntualiza la arquitecta.

La restauración de la casa principal no trató de reproducir una imagen de finca tradicional, sino activar su dimensión simbólica. La estructura original se reinterpretó sin nostalgia, abriendo sus límites sin borrar su esencia. Algunas partes, como los muros curvos, se conservaron y complementaron, generando un lenguaje que equilibra lo nuevo y lo heredado.

Sobre la materialidad de la obra
La materialidad del hotel se estructura a partir de la porosidad y la textura. Se utilizaron pocos materiales, pero con una fuerte carga expresiva: microcemento, piedra y superficies rugosas que absorben la luz y envejecen con dignidad. La paleta es intencionalmente monocromática, con el propósito de dejar que los colores del interiorismo y la vegetación adquieran protagonismo. “No queríamos que los materiales compitieran con los árboles ni con los elementos interiores”, comenta Yibirín.

Uno de los materiales centrales es la piedra muñeca, utilizada en todo el proyecto en un formato especial de 15 × 15 centímetros, desarrollado exclusivamente para esta obra. Otro elemento relevante es la piedra perlato, traída desde Montería, cuya textura y color refuerzan la identidad cálida del conjunto.
Esta selección material —local, pero sofisticada— permite una lectura táctil de los espacios, donde cada superficie narra una relación con el entorno y se potencia la experiencia por medio de los cinco sentidos.

La iluminación del hotel se plantea a partir de luces indirectas, sugerentes y escenográficas. No hay fuentes de luz expuestas ni efectos decorativos gratuitos. Se iluminan superficies, vegetación y detalles interiores: un espejo, un mueble, una textura. Así, la noche no revela la arquitectura, sino que la insinúa. Los árboles, nuevamente, son protagonistas: bañados por la luz, definen la atmósfera nocturna tanto como lo hacen de día.

Arde la Selva no es un hotel construido sobre la selva: es uno que se pliega a ella. En vez de imponerse, se insinúa, creando un espacio que, más que un lugar de paso, se convierte en una experiencia, en un paisaje para habitar.
Cinco puntos para destacar de esta obra
1. El hotel se emplaza entre árboles que definen el trazado y la esencia del proyecto.
2. La arquitectura busca disolverse en el entorno, priorizando una presencia discreta y no dominante.
3. Cada unidad tiene solárium y vistas cercanas a la vegetación, como elemento escenográfico.
4. La materialidad es monocromática, porosa y táctil, con piedra muñeca y perlato como protagonistas.
5. La iluminación es indirecta y ambiental, destacando árboles y texturas pero sin mostrar fuentes de luz.
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