Ubicada en una parcela que alguna vez fue parte del frondoso jardín de una antigua casona, esta casa no solo respeta su entorno, sino que lo potencia, convirtiéndose en una extensión del paisaje. Desde el primer trazo, el diseño partió de una premisa clara: mantener la sensación de estar inmerso en el jardín original, dejando que la naturaleza dictara las reglas del proyecto.

Para borrar las fronteras entre el interior y el exterior, esta obra por Grizzo Studio, fue diseñada como un todo continuo, donde los muros orgánicos con texturas y tonos similares a las cortezas de los árboles se convierten en protagonistas.

El hormigón pigmentado en tonos marrones, trabajado con encofrados de tablas cepilladas, logra una textura que evoca la riqueza visual de la naturaleza, permitiendo que los espacios interiores se sientan como una extensión del jardín.

El diseño estructural apuesta por un contraste sutil: mientras los muros curvos remiten a formas orgánicas, las losas grises y ortogonales flotan sobre estos volúmenes, brindando equilibrio visual y sirviendo como soporte para la vegetación que recorre cada nivel.

La casa, en este sentido, no solo alberga naturaleza, sino que también la eleva, llevando plantas a cada rincón para que el paisaje colonice la construcción.

Los espacios de la casa

El diseño aprovecha la interacción entre las copas de los árboles circundantes y la estructura, generando un juego de luces y sombras que enriquece la experiencia sensorial en cada espacio. Un recorte central divide la casa en dos, permitiendo que la luz y la vegetación penetren cada ambiente. Este patio interior no es solo un recurso estético, sino funcional, aportando ventilación cruzada y dinamismo visual.

La distribución interna de la vivienda sigue un lenguaje fluido, definido por medios niveles que otorgan variaciones de altura según el uso de cada espacio. Desde el acceso elevado hasta el garaje semi-enterrado, el diseño utiliza la topografía del terreno como un recurso para conectar los ambientes.

El living, con sus 4,50 metros de altura, se convierte en el corazón de la casa, capturando luz y vistas únicas, mientras que el voladizo de 6 metros de largo da forma a una galería sin apoyos, un reto estructural que refuerza la sensación de ligereza y conexión con el exterior.

Esta casa no se limita a ser un refugio; es un organismo vivo que se transforma con el tiempo. Cada rincón ha sido pensado para dejarse tocar por la naturaleza y el paso de los años, creando un diálogo inseparable entre lo construido y su entorno.

En Martínez, esta vivienda no solo respeta su pasado como parte de un jardín histórico, sino que lo reinventa, demostrando que la arquitectura puede ser un puente entre el ser humano y el paisaje.